A veces, la vida se mide en latidos. Otras, en pasos. Pero hay momentos —los más profundos— en los que la vida se mide en gestos. Gestos que no caben en palabras, pero que lo dicen todo. Esta es la historia de un gesto. Y de hermanos que se convirtieron en puente entre la enfermedad y la esperanza.

No será una crónica fácil porque además tiene la complejidad de la cercanía. El cronista conoce bien y desde hace mucho tiempo a los protagonistas de esta historia. Andrés Abiad es junto a su hermano Gastón productor de espectáculos. Cientos de conciertos, show y obras de teatros en distintos escenarios de la Argentina. Nadie olvidará jamás que Bob Dylan estuvo en Rosario gracias a ellos. Andrés también es periodista y compartió con quien redacta estas líneas años bellos y muy potentes en los medios de la ciudad. Luciano y Darío, los mellis Abiad, son los hermanos menores de la familia y están a cargo de una de las inmobiliarias más importantes de Rosario. Los cuatro son hijos de Cuqui, un emblema cultural y social de una ciudad emprendedora y sensible. Junto a su esposa Marta entregaron raíces con las tradiciones del empuje, el compromiso creativo y sobre todo el afecto.

Andrés necesitaba un riñón. Pero en realidad necesitaba algo más que un órgano: necesitaba un milagro. La enfermedad, sigilosa y cruel, le había ido robando el filtro de la vida. Su sangre se intoxicaba lentamente, mientras el calendario se volvía un corredor cada vez más estrecho. Lo diagnosticaron con una neuropatía por IgA, una de esas enfermedades que no se ven, que no tienen cura y lo cambian todo. Y entonces, mientras Andrés luchaba por sostener su salud, ocurrió lo que en muchas familias es solo una hipótesis emocional: sus hermanos decidiero. ser donantes. No fue un sí simbólico. No un abrazo. No una oración. Dispuestos a darle parte del cuerpo como un gesto de vida.

Cuatro hermanos en un mismo auto, viajando hacia Buenos Aires, a ver a un médico para determinar quién podía ofrecer el órgano más puro de todos: el que nace del amor. El vehículo iba cargado de sangre, ADN compartido y una promesa no dicha: "Uno de nosotros te va a salvar". “Si el auto hubiera tenido un medidor de afecto, habría estallado”, confiesa Lucho desde la habitación 503 del Sanatorio de la Mujer.

Los cuatro se hicieron los análisis de compatibilidad y le tocó a Lucho ser el donante. El que, apenas supo del diagnóstico, no dudó. Dejó de fumar, bajó de peso, entrenó. Se convirtió en donante con la precisión de un atleta olímpico del amor. Y cuando los médicos confirmaron su compatibilidad, no se sintió elegido: se sintió agradecido.

“Tengo los sentimientos muy a flor de piel”, dice Andrés desde el Sanatorio. “La donación es el acto de amor más grande que puede hacer un ser humano en la Tierra y en vida es un acto de amor indescriptible. ¿Te imaginas la dimensión de ese acto cuando vos estás en vida con tus órganos sanos y vitales e igualmente decidís sacarte uno de tu cuerpo y dárselo a alguien de tu familia para salvarle la vida? Las personas a los quirófanos no entran sanas”, agrega.

“Terminé ganando más vida que él”, dice Lucho, el donante, con la serenidad de quien ha tocado algo sagrado. Porque, en efecto, Andrés recibió un riñón, pero Luciano recibió una nueva versión de sí mismo. “Mi hermano me dio más vida a mí”, confiesa. Porque en ese quirófano, dos cuerpos entraron por caminos distintos: uno enfermo, otro sano. Pero ambos salieron transformados. Uno curado, el otro renacido.

Ese gesto —el de Lucho— es un diploma invisible para sus padres. Como dijo Andrés: “Un padre que tiene un hijo que le donó un órgano a otro en vida, es un padre que hizo todo bien”.

La historia de Andrés y Lucho no es solo una historia de enfermedad. Es una historia de salud emocional, de vínculos irrompibles, de decisiones que no se toman con la cabeza, sino con el alma. Lucho se quitó un órgano sano para regalárselo a su hermano. No hay campaña de donación que logre narrar del todo esa dimensión, dice Andrés. Porque donar en vida es un acto de amor indescriptible.

Hoy, con un riñón menos y un corazón más grande, Luciano camina distinto. Cada encuentro con sus hijos será una ceremonia enorme. Cada juntada de hermanos es mágica. Cada día tiene otro peso, otra música, otra pausa. Y Andrés, con su nuevo riñón latiendo en el costado, lleva una parte de su hermano dentro. Literalmente. Como un tatuaje orgánico de amor.

La intervención se realizó el sábado. A Luciano le sacaron el riñón que está en el cuerpo de Andrés. En el momento de la crónica ambos dejaron sus palabras entre mensajes de wassap describiendo la magia y el amor del instante. A poco de cerrar el texto, hoy domingo (24 horas después de la operación) Andrés aporta telefónicamente algunos detalles: dar las gracias a la cantidad enorme de personas que los ayudaron.

“Esto habla mucho de la educación emocional que nos dieron nuestros padres. El lunes pasado fuimos a comer con ellos que tiene 85 y 78 años, les dije que si de algo servía todo esto era para que ellos puedan estar tranquilos y saber que hicieron todo bien. Saber para un padre que sus hijos son capaces de sacarse un órgano sano para dárselo a otro hermano para ayudarlo a vivir es la graduación más grande de lo que es ser padre”, dice Andrés.

Desde la cama del Sanatorio agradece al cuerpo médico, Francisco Osella y Juan Oddino y a todo el equipo que los conectó; enfermeras, administrativos, incluso las autoridades del Sanatorio de la Mujer. Comparten fotos con amigos, familiares, sus esposas e hijos. Un torbellino de gracias para quien acompañaron un gesto lleno de inmensidad.

“La verdad que es una experiencia, dentro de lo traumático y mala que es, que deja un montón de aprendizaje para lo que viene”, explica Andrés.

La historia de Andrés y Lucho no es solo una historia de enfermedad. Es una historia de salud emocional, de vínculos irrompibles, de decisiones que no se toman con la cabeza, sino con el alma

“Jamás dudamos”, dice Lucho, el donante. “Mi hermano con su enfermedad me dio vida a mí.  Porque dándome la oportunidad de tomar esta decisión, creo que yo termino ganando más que él. A veces jugamos ¿qué harías por tal o cual persona? Darías una mano, un brazo. Y a mí me tocó realmente vivirlo. Y yo hoy puedo decir: di un riñón por mi hermano, le di vida a mi hermano, pero mi hermano me dio más vida a mí. Esto fue una bendición, nos dimos cuenta de que podemos dar vida no solamente teniendo hijos. También damos vida con momentos como estos”, agrega.

Hay muchas formas de dar vida. Algunas son biológicas, otras, poéticas. Esta fue ambas. Porque cuando Lucho entró al quirófano sano y salió sin un riñón, no perdió nada: multiplicó su existencia.

La vida no siempre se trata de cuántos años respiramos, sino de cómo los habitamos. Y si alguna vez alguien duda de qué es el amor verdadero, basta con decir: “Hubo un hermano que dio un riñón. Y otro que recibió una nueva oportunidad de vivir.”