La decisión de Israel de bombardear objetivos clave del programa nuclear iraní no puede entenderse solo como un movimiento militar. Ha sido orquestado como un desafío hacia el statu quo. El gobierno de Netanyahu está intentando reconfigurar su posición estratégica al precio de una mayor incertidumbre regional, una posible guerra de largo alcance y un aislamiento internacional que puede volverse crónico.

¿Por qué Israel decide actuar ahora? ¿Cuáles son los costos y beneficios de este “ataque preventivo” para los actores involucrados? 

Según información oficial del gobierno israelí, se detectó que el programa nuclear iraní había avanzado hasta un punto crítico. El país tendría suficiente uranio enriquecido para fabricar múltiples bombas atómicas en pocos meses. Con esa información sobre la mesa, el liderazgo del Estado Hebreo decidió actuar sin demoras.

Pero el factor decisivo bien podría haber sido político. Netanyahu atraviesa uno de los momentos más frágiles de su carrera. 

Veinticuatro horas antes del ataque, los partidos de la oposición -junto a las coaliciones ultra ortodoxas asociadas a Netanyahu- acordaron llevar adelante el proceso político para derrocar al gobierno y a su líder. Por pocos votos el primer ministro salió airoso. Aunque sigue acorralado por decenas de causas judiciales, es cuestionado por su conducción de la guerra en Gaza y está cada vez más aislado internacionalmente.

A falta de margen político, Netanyahu eligió el golpe quirúrgico y mediático: provocar un nuevo escenario que lo reposicione como líder de la seguridad nacional. En ese contexto, atacar a Irán -enemigo histórico, amenaza latente y blanco unificador- aparece como un intento de recuperar centralidad interna y respeto externo.

Entre los beneficios esperados por Israel con este ataque se encuentran: lograr paralizar temporalmente el programa nuclear iraní, eliminar a figuras clave del aparato militar y científico de Teherán y, sobre todo, imponer una narrativa de fuerza en un momento de debilidad diplomática. El ataque también sirve como advertencia a otros actores hostiles en la región.

En el plano interno la situación es más compleja. Israel entra en estado de emergencia, con escuelas cerradas, vuelos suspendidos y la población civil en refugios. En el mediano plazo, el país queda expuesto a represalias, no solo desde Irán, sino también de sus aliados regionales. El principal riesgo: abrir un frente de guerra múltiple, que incluya a Hezbollah en el norte y a milicias chiitas en Irak y Siria.

En relación a Irán, el país persa no eligió este ataque, pero llevaba tiempo desafiando abiertamente los límites de tolerancia internacional con respecto a su programa nuclear. A lo largo de los últimos meses, había intensificado sus actividades de enriquecimiento de uranio y ralentizado toda colaboración efectiva con los organismos de control. Al mismo tiempo, sus discursos hostiles hacia Israel mantenían viva la retórica del enfrentamiento existencial.

El golpe fue severo: fueron asesinados altos mandos militares, científicos nucleares y parte sustancial de su infraestructura estratégica. El aparato de defensa quedó expuesto, y la capacidad de disuasión sufrió un duro golpe. En términos simbólicos, el ataque reafirma la asimetría entre el poder tecnológico de Israel y las vulnerabilidades del régimen de los ayatolas.

Paradójicamente, Irán puede capitalizar parte del ataque. La agresión israelí lo reposiciona como víctima de una acción unilateral y le permite reagrupar a una población civil agotada por años de represión interna y crisis económica. Además, le ofrece una excusa perfecta para abandonar las negociaciones nucleares con Estados Unidos sin pagar el costo político de hacerlo por decisión propia.

Aunque hoy el gran dilema para Teherán es cómo responder al ataque israelí: si lo hace con contundencia, arriesga una guerra regional en la que hoy se encuentra debilitado. Y si no responde, erosiona su imagen de potencia resistente. Tal vez en esa ambigüedad puede esconderse su estrategia.

En relación a la Casa Blanca, si bien Washington fue informado del ataque, no participó. Y esa pasividad, en Medio Oriente, también tiene consecuencias.

En cuanto a los costos, el gobierno de Trump queda atrapado entre su promesa de no involucrarse en nuevas guerras y la obligación política de respaldar a Israel ante una eventual represalia. Su liderazgo en las negociaciones nucleares con Irán queda neutralizado, al menos por ahora. Y sus tropas desplegadas en la región pasan a ser potenciales blancos. El intento de mostrar neutralidad puede interpretarse como debilidad.

Y beneficios, no tendría ninguno evidente en el corto plazo. En el mejor de los casos, Washington evitará una participación directa. En el peor, será arrastrado por los acontecimientos. El ataque también reabre fisuras en la coalición republicana: la base conservadora, nacionalista y anti-intervencionista ve con recelo esta posible escalada bélica.

A nivel regional, el ataque a Irán y la posterior represalia reactivan un sistema de alianzas cruzadas, tensiones históricas y conflictos latentes que, ahora, podrían confluir en un espiral de violencia con implicancias en todo Medio Oriente. La ofensiva no solo hiere a un Estado: activa a toda una red de actores que se mueven por fuera de las fronteras diplomáticas tradicionales: Hezbollah en Líbano, los hutíes en Yemen, las milicias chiitas en Irak y Siria.

Los regímenes árabes, muchos de ellos embarcados en procesos de normalización diplomática con Israel en los últimos años -como Emiratos Árabes Unidos, Bahréin o incluso Arabia Saudita- se enfrentan ahora a un dilema estratégico de alta sensibilidad. El ataque israelí a Irán los coloca en una posición incómoda, donde cualquier gesto puede tener costos concretos. 

Otra vez misiles en el cielo de Medio Oriente (EFE).

Apoyar abiertamente a Teherán implicaría dinamitar los avances logrados en el marco de los Acuerdos de Abraham y poner en riesgo sus relaciones con Washington. Pero respaldar a Israel de manera explícita, especialmente tras un ataque percibido en el mundo árabe como una agresión unilateral contra otro país musulmán, sería políticamente tóxico en sus propias sociedades, donde la opinión pública aún es mayoritariamente hostil al Estado hebreo.

Además, el ataque dispara un nuevo riesgo estructural: el posible cierre del Estrecho de Ormuz, punto crítico para el comercio de petróleo global. Una acción de ese tipo tendría consecuencias económicas inmediatas en Europa, Asia y América Latina.

En esa tensión, el tablero regional se vuelve más volátil que nunca. 

El “ataque preventivo” que decidió llevar adelante el gobierno de Netanyahu trae incertidumbre, agita viejas alianzas y debilita canales diplomáticos. En lugar de ganar seguridad, Medio Oriente pierde previsibilidad. En lugar de frenar la amenaza nuclear, puede haber acelerado su inevitable politización. Y en lugar de imponer el silencio, Israel activó una cadena de respuestas que nadie sabe cómo terminarán.