En plena ola de conservadurismo global, y con los obispos estadounidenses entre los más críticos del papado de Francisco, la Iglesia le entregó las llaves al primer norteamericano en su historia. Muchos podrían haber pensado que era un enorme desafío: tener a un pontífice de la primera potencia mundial y hacer malabares para que no se cuele el lobby, la política, la CIA o un tuit incómodo de Trump.
Pero Robert Prevost es, paradójicamente, el menos estadounidense de los estadounidenses. Un papa con acento limeño, efusivo en español y silencioso en su lengua materna: el inglés. El desenlace menos deseado por los guardianes del statu quo se materializó.
Aunque Chicago lo vio nacer, Perú lo convirtió en pastor. Prevost vivió en ese país desde 1985. Fue testigo de la violencia de Sendero Luminoso, se enfrentó abiertamente a Alberto Fujimori, conoció la pobreza y el desamparo, acompañó a los migrantes venezolanos y cuando el gobierno de Dina Boluarte respondió con represión y violencia a manifestantes, pidió quedarse “porque no era el momento de irse”.
No es que León XIV haya venido del sur: se dejó transformar por el sur. Vivió, pensó y se educó en las tierras del imperio inca.

Su vínculo con Francisco fue estrecho. En los últimos años, Bergoglio le confió roles importantes: primero como obispo en Perú en la diócesis de Chiclayo. Luego como prefecto del Dicasterio para los Obispos, un cargo estratégico si se busca transformar la Iglesia desde sus cimientos. Allí Prevost tuvo influencia directa en la selección de obispos en todo el mundo. En septiembre de 2023, el papa lo nombró cardenal.
Es decir, que León XIV no solo compartió las ideas de su predecesor: ha sido uno de sus constructores. El argentino sabía que sus reformas, sus gestos y sus grietas no podían terminar con él. Por eso preparó, pacientemente, a quien pudiera tomar la posta con el mismo mapa. No dejó un delfín, dejó un plan. No entregó un cetro, sembró una visión. Y esa visión echó raíces.
El nombre elegido por Robert Prevost fue León XIV. Evoca a León XIII, el papa de la encíclica Rerum Novarum, que sentó las bases de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero también resuena con el Hermano León, el discípulo más cercano que tuvo San Francisco de Asís, conocido por su humildad, sencillez y fidelidad. El santo le confiaba sus más profundos secretos.
El flamante León XIV -al igual que el Hermano León- ha sido un confidente, un colaborador cercano y ahora, un portador del legado de Francisco.
Muchos tildaron a Bergoglio de revolucionario. Aunque su mayor revolución fue, quizás, la menos ruidosa: garantizar que el cambio no muera con él.

¿Qué puede esperarse ahora? Una Iglesia que profundice el camino de sinodalidad: más horizontal, más abierta a la escucha, más permeable a los laicos y se verá si también a las mujeres. Con el acento marcado en los temas sociales como migración, pobreza, medioambiente. Aunque con una retórica más sobria y con un estilo más reservado, quizás más diplomático.
La sucesión de Francisco fue más que ordenada. Fue sabia. Y acaso, profética. Porque en un contexto de fracturas globales, de polarizaciones feroces incluso dentro del mundo católico, la iglesia logró lo que pocos esperaban: mostrarse unida. El cónclave fue breve, las votaciones pocas, las señales claras.
No hubo pulseadas visibles ni bloques atrincherados: hubo, más bien, una decisión serena, casi quirúrgica. Como si, más allá de las tensiones internas, los cardenales hubieran comprendido que el legado de Francisco no debía quedar expuesto al vaivén de la coyuntura. Y demostrar que a veces, el gran éxito es asegurar la continuidad y no desgarrarse por dentro.