“No entiendo hasta el día de hoy por qué mi padre biológico me daba palizas por no saber el abecedario cuando solo tenía cuatro años”, dice Matías, un joven que recorrió con dolores los hogares de niñez, junto a otros chicos como él: desamparados y olvidados por todos.
Este lunes 26 de mayo a las 18.30, el Salón de Actos de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe (Balcarce 1651, Rosario) dejará de ser solo un recinto solemne de estrados y sentencias para convertirse, por un instante, en la caja de resonancia de una historia que nadie debería haber vivido, pero que muchos niños aún viven. Matías Peralta Proske presentará allí su libro Soy el Matías: ni víctima ni premio consuelo, acompañado por el camarista y autor del proyecto pedagógico El Tiempito, Marcelo Molina, y por la Licenciada Erika Pasero Proske, su madre adoptiva.

Hay libros que narran; otros denuncian. Este hace ambas cosas, pero además, interrumpe. Detiene la rutina, sacude al lector y obliga a mirar con otros ojos aquello que preferimos mantener fuera de plano: el rostro silencioso de la infancia abandonada. La historia que Matías cuenta —no como ficción, sino como testimonio— es la de un niño que aprendió a hacerse invisible en medio de la burocracia, el maltrato y la desidia, hasta que un amor improbable le devolvió el derecho más simple y más hondo: ser nombrado, ser querido.
“El libro de Matías es una de las actividades más importantes que hemos hecho en años”, dice Marcelo Molina. “Es la historia de un niño que, tras cinco años de vivir bajo la violencia de un padre que lo castigaba, termina institucionalizado durante seis años. Seis años. Una eternidad para un niño”, agrega.
A lo largo de esas páginas, Matías no escribe desde la herida; escribe desde la conciencia. Describe hogares donde los niños no tenían nombre sino números, donde la ropa era común, la intimidad un lujo y los cepillos de dientes se compartían. “Teníamos un cepillo con otros tres”, dice Matías. La higiene era compartida. La tristeza también.
“No sufrí violencia física de las cuidadoras, pero tampoco sentí amor —recuerda Matías—. Éramos más de treinta. Dormíamos, comíamos, enfermábamos, todos juntos. Nadie nos miraba a los ojos como a un hijo”.
En uno de esos climas donde la infancia es administrada, no acompañada, Matías soñaba con una familia. No una perfecta, sino una posible. El sueño tomó forma a los once años, cuando una mujer rosarina, Erika Pasero Proske, decidió adoptarlo. Erika no solo lo acompañó fuera del sistema: lo convirtió en hijo. Y años más tarde, también en autor de un texto imprescindible.
Antes de eso, fueron las llamadas “familias recreativas” las que sembraron en él la sospecha de que también podía ser amado. “Me sacaban a pasear, me hacían sentir parte de algo. Era como un ensayo de vida”.
Pero incluso con leyes, discursos y resoluciones judiciales que proclaman el interés superior del niño, algo no cierra. La pregunta se repite en su voz: ¿por qué tanto tiempo? ¿Por qué el tiempo en la infancia institucionalizada se estira como una condena sin juicio?
El problema no es siempre la falta de leyes, sino el tiempo que tarda el Estado en mirar. A veces es el juez, a veces es la Dirección de Niñez. Pero mientras se demora la decisión, el niño espera. Y el tiempo, en la infancia, es un animal feroz.
“Hay muchos Matías”, reconoce Molina. “La mayoría de los casos de adopción empiezan siempre con una historia trágica, y a veces esa historia trágica transita mucho tiempo dentro del tribunal. Por eso es importante que él cuente su historia allí”, dice.
Una casa incendiada después de una broma infantil, un padre atormentado por sus propios fantasmas, golpeando sin fin a niños indefensos. Matías tenía cuatro años, muchos moretones y dos hermanas menores cuando la Justicia insistía en revincularlo con ese monstruo, por presiones ideológicas de quienes aún creen que lo biológico es supremo.
–¿Volverías a ver a tus padres biológicos?
–No son nada para mí. Los vínculos se construyen con amor, no con sangre. Yo solo tengo preguntas retóricas para mi padre. Por ejemplo, por qué me pegaba si no podía decir el abecedario a los cuatro años.
Pero incluso allí, Matías sorprende con una madurez brutal: “Tal vez le daría las gracias —dice—, porque gracias a su abandono conocí personas que me ayudaron a ser quien soy. Y también le diría que es un boludo grande. Se perdió lo más maravilloso que puede vivir un ser humano: criar a un hijo. Y lo perdió por su violencia, por su ignorancia”.
Soy el Matías: ni víctima ni premio consuelo no es sólo una autobiografía. Es una carta abierta a un sistema que muchas veces mira tarde, actúa tarde, llega tarde. Es un alegato por los niños invisibles, los que aún esperan que alguien los vea. Es también una invitación —más bien, un desafío— a los operadores del derecho, a los educadores, a las familias, a toda la sociedad, a no callar frente a lo injusto.
El evento, organizado por el proyecto pedagógico El Tiempito, el Colegio de Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial de la Provincia de Santa Fe y el Centro de Capacitación Judicial, es con entrada libre y gratuita. Pero más allá de lo formal, es una oportunidad única: la de escuchar una historia que, como un espejo incómodo, devuelve reflejos del Estado, de sus ausencias y de sus deudas. Porque cada Matías que espera en un hogar es una pregunta sin responder. Y este Matías, que ya no espera, que escribe, que interpela, pedirá que lo escuchemos.