Eduardo golpea la puerta del juzgado. No una, sino varias veces. No solo esa mañana, sino decenas de ellas en los últimos 4 años. Golpea y cada golpe sigue la cadencia de su arritmia cardíaca: el ritmo de un corazón alterado por los expedientes.
El secretario del despacho molesto abre la puerta para decir cosas que Eduardo considera insuficientes. “Hace cuatro años que no ve a su hija por las falsas denuncias de su madre”, dice José Alcaraz, uno de sus abogados. Eduardo lleno de fastidio es un hombre que incomoda y molesta en los pasillos del tribunal porque cree que la Justicia lo ha tratado de manera desigual. “Es entendible el enojo, la molestia y la insistencia”, insiste su abogado.
En Argentina, cada tercer domingo de junio se celebra el Día del Padre, pero para muchos hombres no hay desayuno en la cama ni dibujos infantiles pegados con cinta en la heladera. Hay silencio. Son miles los padres que, por conflictos con sus ex parejas, han sido alejados de sus hijos mediante mecanismos que van desde falsas denuncias hasta la alienación parental, una práctica invisibilizada pero devastadora, donde el vínculo con los hijos se deteriora a causa de un discurso sistemático y negativo de la madre hacia el padre. Según organizaciones civiles que trabajan con la temática, los procesos judiciales por régimen de comunicación suelen demorarse años, y durante ese tiempo, los lazos afectivos muchas veces se rompen sin remedio.

La historia de Eduardo y su hija repite el camino común de casos calcados. Una denuncia por presunto abuso sexual o violencia que la Justicia desestima. Una batalla entre adultos por la tenencia. El largo peregrinar donde todos pierden, pero sobre todo el padre y su hija alejados del contacto.
Eduardo llamó a Radio2 para dejar un mensaje. “Me siento muy triste, me siento muy mal al no poder ver a mi hija por una falsa denuncia. Me han hecho un daño terrible, tanto emocional como social, familiar, laboral, me han perjudicado por todos lados. No ver a mi hija es un puñal que tengo clavado todos los días”, dice temblorosa la voz en el mensaje de voz.
Eduardo llega al encuentro junto a su actual pareja. Nerviosos despliegan cuatro años de pericias, pruebas, fallos y documentos que demuestran el daño provocado por estrategias y dilaciones judiciales. La lógica impuesta por una falsa denuncia y los prejuicios que recaen siempre en ese padre denunciado.
“No sólo no puedo verla los días que dispone la jueza, sino el Día del Padre, los domingos, las fiestas de fin de año, el cumpleaños, el Día del Niño. No poder ver a mi hija me tiene con un dolor muy grande, y básicamente también es el tiempo que me estoy perdiendo de ella, de crecimiento, de la mejor etapa a un niño, en el cual no se recupera por nada”, dice.

En los fríos caminos del tribunal, el amor paternal se ve condenado por la desconfianza, y el afecto es judicializado. Las falsas denuncias de violencia o abuso tienen un efecto demoledor. Y aunque luego son sobreseídos, el daño está hecho: sus hijos ya no los reconocen, o temen acercarse a ellos después de años de escuchar de la madre la construcción oral de un monstruo.
La Justicia, lenta y muchas veces temerosa ante temas sensibles, termina validando distancias forzadas. En lugar de proteger a los niños de manipulaciones, se los entrega a un relato único, impidiendo que puedan construir su propia experiencia con ambos progenitores. La figura paterna, en estos casos, es vista como prescindible o peligrosa, sin escuchar la voz del padre ni del niño.
“Desgraciadamente esta falsa denuncia se desdobla en dos partes, la penal y la de familia. Lo primero que se hace es tomar una medida que distancia al padre de su hija. Se escucha solamente a la madre y con eso le realizan lo que se llama una prohibición de acercamiento respecto de su hija. Y por otro lado va a la parte penal, donde en este caso específico se lo imputaba de un delito sexual respecto de su hija que fue desestimado no solamente por la fiscal de grado, luego de realizar una investigación pormenorizada, sino también por quien era en aquel momento era fiscal regional. ¿Esto qué significa? Que él jamás fue imputado desde el punto de vista penal en esta causa”, dice contundente el abogado José Alcaraz.
Temeroso, cansado y tomando fuerte la mano de su pareja, Eduardo suplica. “Solo pido reconstruir el vínculo con mi hija. Ahora, después de cuatro años de manipulaciones, ella no quiere verme, es entendible pero es muy cruel e injusto. La Justicia terminó haciendo lo que la madre quiso. Solo pido que miren las pericias psicológicas ordenadas por el juzgado. Ahí se explica mucho de lo que me ha sucedido”, pide el hombre.
En tiempos de trincheras ideológicas donde los despachos también han tenido que ajustar normas y leyes al ritmo de la proclama, las historias de los Eduardos caen en una trampa compleja. Abrir nuevos espacios de reflexión profunda y sin prejuicios y reconocer que también existen madres que utilizan a sus hijos como armas en disputas personales no implica desproteger a quienes realmente sufren violencia, sino atender con justicia a todos los casos.

“¿Existen en estas historias finales felices?”, le pregunto al abogado. “Desgraciadamente los que estamos o somos parte de la Justicia, tratamos de justamente poner un poco en la balanza estas cuestiones. Son temas muy difíciles. Como auxiliar de la justicia siempre confío en ella y que se va a llevar a un final feliz. El tema es que ese final feliz en este caso para Eduardo, ¿cuánto tuvo que batallar y todo lo que se perdió? ¿Realmente ese final va a ser feliz por el tiempo perdido? Es una pregunta que siempre me hago”, dice.
Cuando se arranca a un niño del abrazo de su padre por rencores adultos y falsas denuncias, se vulnera varios derechos fundamentales del niño, reconocidos tanto por normas nacionales como internacionales. El artículo 9 de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) determina que “los Estados Partes respetarán el derecho del niño que esté separado de uno o ambos padres a mantener relaciones personales y contacto directo con ambos de modo regular, salvo si ello es contrario al interés superior del niño.”
La ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes (Argentina) reconoce el derecho del niño a vivir, crecer y desarrollarse en su núcleo familiar y mantener vínculos con ambos padres, incluso si están separados.
Pero hay otros derechos vulnerados. El derecho a la identidad por impedir conocer o convivir con uno de sus progenitores afectando la construcción de su identidad personal, familiar y cultural. El derecho al debido proceso cuando las decisiones judiciales se toman sin evidencia suficiente o sin equilibrio entre las partes, se vulnera el derecho a una defensa justa, tanto del padre como del niño y el derecho a vivir sin interferencias indebidas en su vida privada y familiar.
En definitiva, no se trata solo del derecho del padre, sino —y sobre todo— del derecho del niño a ser amado, cuidado y acompañado por ambos progenitores, salvo que haya riesgo probado y fundado. Las falsas denuncias no solo distorsionan la verdad judicial, sino que, en este contexto, roban infancias.
El viernes pasado la voz angustiada del hombre perfora el programa de radio. “Hola Adi, soy papá, te mando un beso muy grande, y quiero que sepas que estoy haciendo todo lo posible para poder estar nuevamente con vos, que podamos retomar nuestro vínculo y podamos ser tan felices como lo fuimos siempre”.