Alan tiene 27 años, ganas de comer un sándwich y fotocopias de textos en sus manos. Me lo encontré mientras hacía tiempo en un bar de Mendoza y Alem. Afuera hacía mucho frío cuando entró para vender sus cuentos y se zambulló directo a la mesa. Me dijo que los publicaba en diarios. Que vivía en la calle o donde lo encontraba la noche. Que había estado preso cuatro años pero que ahora quería ser escritor. Llevaba el fajo de papeles bajo el brazo y el rostro curtido por el frío. Debajo del abrigo desgastado había una historia para contar. Le compré tres textos a un valor sideral. “Sabelo, sos un escritor caro”, bromeé.
No tuvo problemas de sentarse en la mesa y compartir algunos minutos. Le pedí grabar la charla para contar su historia. Él sueña con “recibirse” de escritor porque piensa, con cierta ternura, que ese oficio puede estudiarse como si fuese una carrera. Entre las cornisas de la ciudad, a milímetros de la oscuridad, las armas y el delito, Alan resiste con la esperanza de vender sus cuentos donde narra instantáneas de su vida. Allí donde los sueños de los que nada tienen muchas veces se logran violando la ley.
“Estuve privado de libertad. En la cárcel de Piñero descubrí mi vocación y ahora intento vender lo que escribo. Estudio en Tercer Tiempo (la ONG que interviene con la problemática de los jóvenes y el delito) donde me ayudaron mucho en estos años. Pero también hago changas con mi padre. Hago lo que cualquier chico de 27 años hace para sobrevivir”, dice.

Me ofreció sus cuentos impresos en hojas comunes. “Los escribí en la cárcel”, me dijo con voz calma, como quien revela algo sagrado. Sentí el contraste entre su realidad y la tibieza del bar. Afuera hacía mucho frio y Alan buscaba cobijo en letras y palabras. Se sentó a mi mesa, como si intuyera que ahí había alguien que podía escucharlo. “Tengo una hija de siete que vive con su madre”, me dijo con una sonrisa leve. En su mirada había cansancio, pero también orgullo. “Estuve preso en Piñero. Pero ahora gracias a Dios salí de todo. El robo, la delincuencia, todo. Pero lo que me sacó esto fue la escritura y mi hermosa hija, que gracias a Dios tengo. Dentro de la cárcel desarrolle mi talento”, confiesa.
Los cuentos eran relatos de calle, de amores y sueños pero también de robos con armas, disparos, drogas y secuestros. Historias duras, directas, que parecían habladas más que escritas. Compré tres, sin preguntar el precio. El valor era otro: el de un tipo que encontró en la escritura una forma de respirar. “El problema más grande que tengo es que quiero hacer mi casa. ‘Desarrollo’ (por la Secretaría de Desarrollo Social) me ayudó para alquilar una pensión. Pero me agarró un ataque de epilepsia y tuve que dejar el lugar. Mi proyecto era tener mi casa en zona sur, que está derrumbada. Está en muy mal estado y ahí no se puede vivir. Mi nena tiene que ir a la casa de la madre en Gálvez”, agrega.
Alan duerme donde la noche lo sorprende. A veces en recovecos, en pasillos. “No tengo casa, pero tengo palabras”, me dice. Esa frase quedó flotando. Se notaba que escribir no era un recurso efímero, sino una manera de seguir existiendo. “Hago esto como para no salir a robar, ¿entendés? Salgo a vender mis cuentos porque vergüenza es ir a robar”, agrega.
Milagro o antídoto. Un papel y un lápiz en la celda abstraen al detenido de ese mundo hostil de gritos y amenazas para sobrevivir. En sus cuentos autobiográficos, se describen las mugres de un lugar que deposita personas bravas para que se deformen aún más en ese encierro.
Alan menciona varias veces a Fernando Benítez, al que bautiza Pablo Echarri, su mentor, su tutor, su respaldo en esa precaria e informal edición narrativa. Es el director de la Fundación Tercer Tiempo, un ámbito que conecta sensibilidad y recursos para chicos en riesgo real de engrosar las bandas narco delictivas. A Alan lo conocieron en 2019 después de que el joven pasara cuatro años en las celdas de Piñero. Incluso armaron un taller de escritura en la Fundación especialmente para el joven y nobel aprendiz.
“Hay muchísimos Alan en Rosario”, dice Benítez al cual consultamos esta semana por teléfono. “Incluso más jóvenes. Alan tiene 27 años hoy, pero hay chicos que desde los 10 años tienen una situación muy similar. Lamentablemente muchas veces no lo pueden hacer por sí solos. Necesitan un acompañamiento porque si no terminan siendo mano de obra para las bandas que tanto mal han hecho en esta ciudad”, agrega.

El bar seguía lleno de gente ajena a su historia. Algunos lo miraban de reojo, como si Alan molestara. Es fácil pensar en cuántos Alan habrá por ahí, con talento, con frío, con hambre. Y cuántos rincones cálidos de la ciudad podrían ser el escenario de un cambio.
No hay estadísticas precisas en Argentina y más en tiempos de un Estado que se achica para medir las consecuencias de la pobreza. Sin embargo, los chicos que viven en la calle deambulan como salvajes tratando de sobrevivir y en ese ámbito la violencia es un código irremediable.
“Alan viene de una situación muy compleja. Deambula entre la calle y un domicilio que no tiene condiciones para ser habitado y ahí es donde escribe cuentos que son historias reales. Incluso tenemos que cambiar los nombres que menciona, porque tienen que ver con lo real de su mundo cotidiano, con lo que él vive día a día”, agrega Benítez.
“Queremos que las personas que participen de Tercer Tiempo no vuelvan a caer en las manos de las bandas que lamentablemente azotan, corrompen y destruyen a los jóvenes que tenemos en los barrios”, afirma.
Con Alan, intercambiamos los números de teléfono y nos despedimos sin promesas. Me dio la mano con fuerza y un “gracias” que pesaba más que muchas palabras. Afuera el viento era helado. Lo vi alejarse entre sombras, con sus cuentos en la mano, buscando otra mesa, otro oído, otra chance.
Los que leen con hambre, escriben con rabia. A veces la literatura no está en las librerías, ni en los premios. A veces entra con paso silencioso, ofrece una hoja doblada, y espera que alguien escuche. Alan vendió tres cuentos, pero me dejó uno que no se lee en papel: el de su vida.